Orígenes
Los orígenes de la épica peninsular resultan oscuros y, pese a la existencia de voces que niegan su existencia con anterioridad al siglo XIII y ligan la redacción de los textos a iniciativa de autores cultos vinculados a centros monásticos o clericales, los ecos de antiguos cantares de gesta y las noticias sobre su difusión y aprecio reverberan ya desde finales del siglo XI, así como en la historiografía y poesía latinas del siglo XII. La célebre nota emilianense, una breve glosa al margen del códice 39 de la Real Academia de la Historia que contiene un testimonio de la Crónica Albeldense, fechada entre 1065 y 1075, certifica la difusión de la materia épica carolingia en los reinos cristianos peninsulares ya en el siglo XI. La primera noticia sobre una épica vernácula peninsular, circunscrita a los reinos de Navarra y Castilla, aflora en el Carmen de expugnatione Almariae urbis, el llamado Poema de Almería, una composición latina en verso que celebra la toma de Almería por Alfonso VII en 1147 y que cierra el texto de la Chronica Adefonsi Imperatoris (c. 1147-1148). Allí se menciona a Rodrigo Díaz de Vivar junto con Alvar Fáñez, se vincula esta pareja con la de Roldán-Oliveros, se denomina a Rodrigo, por primera vez en las fuentes escritas, como Mio Cid y se alude a que ese Mio Cid era objeto de cantos. Esa mención de 1147-1148 a «Ipse Rodericus, Meo Cidi saepe vocatus / de quo cantatur» certifica que el Cid era ya objeto de cantos y leyendas en las décadas centrales del siglo XII.
Rodrigo Díaz de Vivar (c. 1048 – 1099), el Cid Campeador, resulta el héroe épico castellano por antonomasia, y en torno a su vida giran tres de los cuatro poemas épicos conservados, así como buena parte de los poemas épicos perdidos. El poema épico castellano más conocido, estudiado y leído es, sin duda, el Poema de mio Cid, conservado en un manuscrito único copiado en el siglo XIV, pero compuesto en la segunda mitad del siglo XII o en los primeros años del siglo XIII; antes de 1207, en todo caso, como certifica la subscripto copiata del manuscrito, donde se señala que este fue escrito o copiado por un tal Per Abbat en mayo de 1207. La mención del Poema de Almería puede complementarse con algunas noticias sobre el Cid mencionadas en tres textos latinos del siglo XII, la Historia Roderici (c. 1185-1190),
la Chronica Naierensis (c. 1195) y el Carmen Campidoctoris (c. 1190). El primero es una historia latina de la vida de Rodrigo Díaz de Vivar, en el segundo, también un texto historiográfico, se resumen y prosifican varios poemas épicos, entre ellos un *Cantar de las particiones del rey Fernando, en el que se insertarían las hazañas del Cid en su mocedad como vasallo al servicio de Sancho II y guardián celoso de su memoria frente a Alfonso VI, a quien la leyenda hace responsable de la muerte de su hermano Sancho II, origen del también legendario episodio de la jura de Santa Gadea. El tercero es un panegírico latino elaborado hacia 1190 que tiene como fuente la Historia Roderici y del que solo se han conservado poco más de un centenar de versos, que exaltan la figura de Rodrigo Díaz de Vivar. Por último, en el que parece el texto en prosa romance más temprano, el Libro de las generaciones de los reyes (c. 1194-1196) o Liber regum, una compilación genealógica, también reverberan ecos de la épica. Por un lado, en este se menciona a Rodrigo Díaz, al que se llama Mio Cid el Campeador, apelativo completo que solo se da en el Poema de mio Cid y, por otro, las noticias sobre su linaje y hazañas que recoge este texto, como la lanzada que propinó el Cid al traidor Vellido Dolfos, asesino de Sancho II ante las puertas de Zamora, solo pueden proceder de uno o varios poemas épicos anteriores sobre la vida del Cid (¿El Poema de mio Cid y el *Cantar de las particiones del rey Fernando?).
Esta cascada de noticias, hechos y datos acerca de Rodrigo Díaz de Vivar, contrastada contra el fondo del año de 1207 que figura en el manuscrito de Vivar, única fecha cierta y segura de todo el corpus testimonial épico peninsular, apunta a la existencia de un ciclo épico cidiano ya en la segunda mitad del siglo XII, cuya cabeza de serie pudo ser el *Cantar de las particiones del rey Fernando y no el Poema de mio Cid: para muchos críticos, como Mercedes Vaquero, el Poema de mio Cid resulta un texto tan singular y tan poco canónico que no puede concebirse como el poema fundacional del género épico en la península ibérica.
Es muy posible que antes de medidos del siglo XII se cantaran otros poemas épicos, hoy perdidos, como el *Cantar de los infantes de Lara, cuya composición se ha llegado a situar en el siglo XI, hacia el año 1000, o el *Romanz del infant García, poco posterior. Si bien la existencia de estos textos resulta indudable gracias a su prosificación en las estorias alfonsíes, grandes dudas ofrece su fecha de composición, pues la línea que liga los textos con su cronología es tan delgada que puede quebrarse debido a posibles refundiciones y versiones, por lo que el límite cronológico que nos es dado reconstruir para la épica peninsular con el solo apoyo de la documentación no puede ser anterior a finales del siglo XI (nota emilianense), frontera que separa la historia de la épica de su prehistoria.
Características formales y temáticas
Dos características formales singularizan a la épica castellana: 1ª) el verso anisosilábico, esto es, no sujeto a cómputo silábico, dividido en dos hemistiquios separados por una censura o pausa; 2ª) la rima asonante (fijada en la última sílaba tónica), quizá vinculada a tiradas o series asonantadas de extensión variable, si bien este último aspecto es objeto de controversia entre los críticos. Pocas dudas hay también de que la épica hispánica era un género de difusión oral, esto es, se concibió para ser cantada y recitada; menos consenso y mayores controversias encierra la cuestión de si la génesis de los poemas épicos castellanos fue también oral.
De manera análoga a otras tradiciones épicas europeas, la épica castellana se caracteriza por la coexistencia de la transmisión oral con la escrita, recurre al uso de fórmulas, epítetos épicos y mezcla de estilo directo o indirecto. En muchos de estos recursos estilísticos y compositivos se aprecia un hondo influjo de la épica francesa, cuya difusión en la península ibérica resulta innegable, como ya señalaron Colin Smith, Alan Deyermond o Alberto Montaner y ha constatado Pablo Justel en sus investigaciones más recientes. Privativo del solar hispánico parece ser el recurso limitado a la fabulación novelesca, la escasa relevancia de elementos fantásticos o sobrenaturales, la presencia de un marco histórico relativamente próximo que sitúa la «edad heroica» (Castilla en los s. X-XI) cerca de la fecha de composición de los poemas épicos y un conocimiento exacto de la geografía y sus habitantes, ya que muchos de los personajes que transitan por los poemas épicos tuvieron base real, como el Cid, Rodrigo Díaz de Vivar, o el rey Alfonso VI, lo que se traduce en una marcada verosimilitud (mejor que realismo u historicismo) de la épica castellana, ligada por siempre y para siempre a esa Castilla de los altos llanos y yermos y roquedas, de campos sin arados, regatos ni arboledas que espera, duerme o sueña.
Transmisión directa
La reconstrucción del mosaico de noticias y alusiones que recogen todos estos textos, latinos y romances, de la segunda mitad del siglo XII llevan a conjeturar la existencia de un *Poema de mio Cid, sustancialmente idéntico al conservado en el códice de Vivar, con anterioridad a la fecha de 1207 que figura en el texto del testimonio épico más antiguo conservado, el códice BNE VITR/7/17. El Poema de mio Cid se ha transmitido casi íntegro, si bien el manuscrito presenta una laguna textual inicial y dos en el interior, por lo que los 3730 versos conservados debían ascender a unos 4000 versos en el original, cuya composición hay que situar en la segunda mitad del siglo XII.
Casi dos siglos posterior a la citada nota emilianense debe ser el Cantar de Roncesvalles, una adaptación peninsular de la Chanson de Roland compuesta hacia la tercera década del siglo XIII y conservada de manera fragmentaria, apenas 100 versos, en un bifolio manuscrito del siglo XIV que acusa una fuerte impronta navarra en su lengua. La crítica suele considerar como poema épico al texto llamado Mocedades de Rodrigo, una composición en verso precedida de un fragmento de prosa inicial conservada junto con una copia de la Crónica de Castilla (c. 1300) en el manuscrito Espagnol 12 de la Bibliothèque Nationale de France, copiado en el siglo XV. Algunos piensan que este texto, posiblemente redactado por un clérigo vinculado a la diócesis de Palencia hacia 1345-1360, refunde un poema épico anterior, una *Gesta de las Mocedades de Rodrigo (difícilmente anterior a c. 1300); otros estiman, sin embargo, que no es posible conjeturar la existencia de tal poema previo y, en consecuencia, juzgan el texto conservado como una composición poética original, si bien de escaso valor literario, pues representa la decadencia del género épico. Por último, gracias al testimonio de la llamada Crónica particular del Cid, un texto impreso en Burgos en 1512 a instancias de Juan de Belorado, abad de Cardeña, se conoce la existencia de un poema épico menor, el llamado Epitafio épico del Cid.
Es esta una brevísima composición de solo 6 versos destinada a ornar la tumba del Cid en Cardeña, sobre la que se habría inscrito en piedra hacia 1400; la inscripción original se perdió debido a las modificaciones arquitectónicas que sufrió el enterramiento del Cid en el monasterio de Cardeña, pero por fortuna la Crónica particular del Cid acertó a copiar los versos de la inscripción, que conocemos hoy gracias a su testimonio.
Transmisión indirecta
Son solo cuatro, por tanto, los testimonios épicos directos que han sobrevivido hasta hoy a la pérdida de códices y manuscritos y de cuya memoria han guardado recuerdo escrito las horas y los siglos pero, evidentemente, estos cuatro textos son una pequeña parte de lo que debió ser el corpus de la épica hispánica medieval, género cuyas fronteras cronológicas abarcarían, en una cronología laxa, los siglos XI-XIV. Si fijar el inventario de los poemas perdidos no es tarea sencilla y decidir la vida independiente un poema lo es mucho menos, lograr en este punto el consenso de la crítica resulta de todo punto imposible, por lo que nos atendremos a las juiciosas observaciones de Alan Deyermond y Diego Catalán acerca de esta «literatura perdida» medieval.
La crítica estructura el posible corpus de la épica medieval peninsular en torno a tres grandes ciclos poéticos:
1º) el ciclo de los condes de Castilla, al que corresponderían un *Cantar de los siete infantes de Lara y un *Cantar del conde Fernán González (que utilizaría quien compuso en cuaderna vía el Poema de Fernán González, compuesto hacia 1250).
2º) el ciclo cidiano, formado por un *Cantar de las Particiones del rey Fernando (también denominado a veces *Cantar de Sancho II y/o *Cantar del cerco de Zamora), un *Romanz del Infant García, el Poema de mio Cid, las Mocedades de Rodrigo (a veces llamado Rodrigo, Crónica rimada del Cid o Cantar de Rodrigo)y el Epitafio épico del Cid.
3º) el ciclo carolingio y anticarolingio, al que pertenecen un *Mainete o *Mocedades de Carlomagno, el Cantar de Roncesvalles y un *Cantar de Bernardo del Carpio.
De los textos conjeturados, marcados con un asterisco (*) y con el artículo indeterminado porque su existencia no es del todo segura, tenemos constancia indirecta debido a su prosificación en la historiografía latina del siglo XIII, como el Chronicon Mundi de Lucas de Tuy (1236) o De Rebus Hispaniae de Rodrigo Jiménez de Rada (1243), y en las crónicas, particularmente la Estoria de España de Alfonso X en sus distintas versiones: por un lado, la Versión primitiva (1270-74) y la Versión crítica (1282-84), redactadas ambas en vida de Alfonso X y, por otro, la Versión retóricamente amplificada, esta ya en tiempos de Sancho IV (c. 1289).
La popularidad de la materia cidiana y el éxito literario del que debió gozar el Poema de mio Cid alumbró el nacimiento de una nueva literatura prosística de caracter novelesco, que se tradujo en una «novelización» de la vida del Cid y en una reutilización de los materiales épicos para dar vida a un nuevo tipo de historiografía netamente diferente de la que practicó Alfonso X. Así, la historiografía postalfonsí ofrece también importantes testimonios indirectos de la épica primitiva, difundida, refundida y confundida en multitud de crónicas y estorias. Entre estas descuellan la Estoria del Cid (c. 1295), la Crónica de Castilla (c. 1300) y la Crónica Geral de Espanha 1344 de Pedro Afonso, conde de Barcelos. La primera, una historia monacal ligada a Cardeña, combina el texto del Poema de mio Cid con materiales caradignenses (la denominada *Leyenda de Cardeña; aunque no todos los investigadores aceptan la independencia de este texto) para crear una suerte de hagiografía de Rodrigo destinada a favorecer el culto cidiano en el monasterio y a atraer visitantes y donaciones. Se ha conservado gracias a su utilización en la Estoria de España alfonsí en una de las secciones del manuscrito facticio Esc. X-I-4 (fols. 200-256c, mano E2d de D. Catalán).
La segunda, la Crónica de Castilla (a. 1300), es una refundición de la Estoria de España centrada en el reino de Castilla entre Fernando I y Fernando III, en la que la figura del Cid cobra un papel importante, con especial atención a su juventud, hecho que ha llevado a pensar en un posible conocimiento y utilización de una *Gesta de las Mocedades de Rodrigo, posible fuente también de las Mocedades de Rodrigo, que no por casualidad se ha transmitido al final de uno de los manuscritos de la Crónica de Castilla. Por último, la Crónica de 1344, redactada en portugués en 1344 por el conde de Barcelos, bisnieto de Alfonso X, ha transmitido prosificada una versión del *Cantar de los siete infantes de Lara diferente de la que recogen los historiadores alfonsíes. De la primitiva redacción portuguesa no se ha conservado ningún original manuscrito, pero sí dos copias del siglo XV de una traducción castellana, realizada poco después de la redacción de la obra, así como cinco manuscritos portugueses de una segunda redacción de la crónica, compuesta c. 1400.
El Cantar de los siete infantes de Lara, una historia de traiciones y brutales venganzas familiares, parece ser el más antiguo de todos los poemas épicos castellanos, compuesto quizá a principios del s. XI, y sin duda se trata de uno de los más influyentes, como revela el planto de Carlomagno ante la cabeza de Turpín en el fragmento conservado del Cantar de Roncesvalles, inspirado en el lamento de Gonzalo Gustioz frente a las cabezas de sus hijos, los siete infantes de Lara, en el palacio de Almanzor. Los restos de asonancia y huellas de oralidad reflejados en las crónicas permitieron a Ramón Menéndez Pidal ensayar un intento de reconstrucción de lo que debió ser la gesta primitiva en una madrugadora obra de juventud: La leyenda de los Infantes de Lara (1896).
Poemas dudosos
Los poemas épicos mencionados en el apartado anterior pertenecen a la categoría de lo probable y, pese a algunas voces discordantes, en general los críticos fían su existencia al poderoso argumento del testimonio indirecto que proporcionan las crónicas. Otros posibles poemas barajados por la crítica y adscritos al género épico entran de lleno en el terreno de lo improbable: así es el caso, a nuestro juicio, de un hipotético *Cantar de la Campana de Huesca, de un *Cantar de la condesa traidora y de toda la producción épica que Menéndez Pidal conjeturó compuesta en la etapa visigoda. Tampoco puede considerarse una composición épica stricto sensu el Poema de Alfonso XI (1348), escrito en 2458 cuartetos octosílabos, ni el Poema de Fernán Gonzalez (c. 1250), compuesto en cuaderna vía, por más que es posible que este aprovechara un anterior y hoy perdido *Cantar de Fernán González.
Pervivencia de la épica
El traslado en el año 1102 de los restos del Cid desde Valencia al monasterio de San Pedro de Cardeña, a escasos 10 km de Burgos, y los posteriores enterramientos en el monasterio de su mujer doña Jimena y del primer obispo de Valencia, Jerónimo de Perigord, crearon el caldo de cultivo ideal para que se gestara allí un incipiente culto cidiano. Al igual que sucedió con otros centros monásticos, los monjes explotaron la tumba del Cid y las reliquias cidianas, reales o supuestas, para atraer visitantes y donaciones, como han estudiado C. Smith e I. Zaderenko. Quizá a este culto cidiano se deba la afortunada conservación del códice único del Poema de mio Cid, que tal vez fuera una copia destinada al scriptorium de Cardeña, y sin duda el Epitafio épico del Cid obedece a una iniciativa caradignense, pues se encontraba grabado en piedra en la tumba de Rodrigo. Como queda dicho, los monjes también contribuyeron a alimentar el mito cidiano con la elaboración de una obra entre la historiografía y la hagiografía, la citada *Leyenda de Cardeña. Dos obras relacionadas con Cardeña, el Libro de Memorias y aniversarios (HSA HC:NS7/1) y el llamado Breviario de Cardeña (RAH cód. 79), ambas compiladas en 1327, contienen detalles interesantes acerca del Cid y su familia, y más interesante resulta constatar que algunos de ellos solo pueden proceder de los textos épicos. La publicación en Burgos en 1512 de la Crónica particular del Cid a instancias del abad de Cardeña redondea y confirma el importante papel desempeñado por este monasterio como centro de culto cidiano y difusor de leyendas épicas. Precisamente gracias a este impreso se conocen dos textos que hasta tiempos recientes habían pasado inadvertidos: el ya mencionado Epitafio épico del Cid y la Genealogía del Cid.
Son precisamente todas estas obras historiográficas y genealógicas las que, paradójicamente, conservaron viva la memoria de la épica a lo largo de los siglos XV y XVI, cuya voz desapareció de las bocas de los juglares para refugiarse en las paginas de las crónicas y, desde estas, resurgir con voz nueva en el romancero: la historiografía romance asfixió y ahogó el género épico y, al tiempo, lo resucitó en prosa para volverlo a revivir en verso en el romancero. Una parte de esos romances se inspira en los temas y motivos del ciclo épico cidiano y, por haberse originado en la Edad Media (los romances más antiguos de los que se tiene constancia son del siglo XIV) se denominan «romances viejos», frente a los «romances nuevos» que se popularizaron desde mediados del siglo XVI. Una de las publicaciones más relevantes es el Romancero e historia del Cid de Juan de Escobar, impreso en Lisboa en 1605.
El teatro áureo hermanó estos dos géneros, historiografía y romancero, para dar lugar a una serie de comedias sobre los protagonistas de los antiguos poemas épicos. La más famosa, sin duda, es las Mocedades del Cid, de Guillén de Castro (1605-1615), germen de la inmortal tragedia de Pierre Corneille, Le Cid (1636), obra maestra del teatro clásico francés. El Cid áureo, el del romancero y el teatro, se parecen más al vasallo rebelde y altanero de las Mocedades que al estratega magnánimo y mesurado del Poema de mio Cid.
La excepcional labor editorial del filólogo y bibliotecario real Tomás Antonio Sánchez (1723-1802) rescataría del olvido la épica primitiva con la publicación en letra impresa del Poema de mio Cid en su colección Poesías castellanas anteriores al siglo XV (1779). Antes del siglo XVIII el texto era conocido solo por algunos pocos eruditos, como Juan Ruiz de Ulibarri o Prudencio de Sandoval, que pudieron consultar el códice único en Vivar. A partir de la impresión de Sánchez se sucedieron las ediciones, entre ellas las de Damas Hinard (1858), Florencio Janer (1864) o Andrés Bello (1881). La convocatoria de un concurso de la Real Academia Española en 1892 para premiar un estudio gramatical del Poema de mio Cid serviría de acicate a un jovencísimo Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) para presentar una edición acompañada de un vocabulario y un estudio lingüístico que, a la postre, se impondría a otros cuatro candidatos en 1895, entre ellos Miguel de Unamuno. Con su edición del Cid, publicada entre 1908-1911, Menéndez Pidal sentó las bases para el estudio científico de la épica, inauguró en España un modelo de edición de textos y fundó una disciplina, la Filología, a la altura del estado de consolidación y desarrollo que esta había alcanzado en Francia y en Alemania. El resto es historia viva de la Filología Española: gracias a Ramón Menéndez Pidal, el último de los juglares y el primero de los filólogos, ayer como hoy, «polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga».
Prontuario bibliográfico
La mejor síntesis iniciática sobre la épica española sigue siendo, pese a su antigüedad, el librito de Alan Deyermond, «El Cantar de mio Cid» y la épica medieval española, Barcelona, Sirmio, 1987, que puede complementarse con la más densas y complejas obras de Ramón Menéndez Pidal, La épica medieval española. Desde sus orígenes hasta su disolución en el romancero, Madrid, Espasa-Calpe, 1973 y Diego Catalán, La épica española. Nueva documentación y nueva evaluación, Madrid, Fundación Ramón Menéndez Pidal, 2001.
Para el caso del Poema de mio Cid, resulta fundamental la síntesis de Alberto Montaner; Irene Zaderenko (eds.), A Companion to the Poema de mio Cid, Leiden, Brill, 2018 y el estudio de Colin Smith, The making of the Poema de mio Cid, Cambridge, Cambridge University Press, 1983. En el caso de las Mocedades de Rodrigo, son imprescindibles las monografías de Alan Deyermond, Epic Poetry and the Clergy: Studies on the «Mocedades de Rodrigo», London, Tamesis Books, 1969 y Samuel G. Armistead, La tradición épica de las Mocedades de Rodrigo, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2000. Estos estudios pueden completarse con las ediciones más relevantes de los textos: las de Alberto Montaner, Cantar de mio Cid, Madrid, Real Academia Española, 2011, Leonardo Funes; Felipe Tenenbaum, Mocedades de Rodrigo, Woodbridge, Tamesis, 2004 y Ramón Menéndez Pidal, Cantar de mio Cid. Texto, gramática y vocabulario, Madrid, Espasa-Calpe, 1976-1980. La lectura de estas 10 referencias acota un punto de partida razonable para adentrarse con confianza y seguridad en el mundo de la épica medieval castellana.